La teoría nace de los ojos y el asombro que recula en ellos, parto que se dilata en las pupilas con el que se da luz a las imágenes antes preñadas desde el mundo hasta la cabeza por medio de las sombras que el lenguaje proyecta en ellas, pues sin tal eclipse de palabras, no habría nada más que el sol.
Una teoría (del verbo theoréo, pariente de raíz de theatron) apela al acto de observar espectros -imágenes- y hacer de tales un espectáculo y conjetura linguística para especularles o espiarles, es decir, hacer un concierto de palabras para observar, por delante o por detrás, tales imágenes. La teoría atalaya (oteando o acechando) dependiendo de la posición con la que se quiera aproximar a lo que ha robado el vacío de su mirada. Así, si la teoría es un lugar para ver y conjeturar aquello que se ve, la teoría es, por etimología, un teatro, y ella está en los ojos (así como la práctica está en las manos (en su movimiento involuntario la ideología) y en aquella distancia entre órganos, se escinde el mundo y los orígenes de cómo creemos conocerle: por razón o por experiencia).
Ahora bien, disponemos no una sino varias teorías sobre la arquitectura como distintas interpretaciones y espectáculos con los que la avizoramos y aprehendemos. Así, mediante este teatro, intentamos colocar la candileja con la que disponemos las luces y sombras con las que presentamos a la arquitectura, y los ojos con los que le damos alumbramiento.